
Se encontraba al fondo de la barra, solo, ausente, con la mirada perdida, y un pitillo entre los labios, del que le caía la ceniza en su viejo blusón, lleno de pequeños agujeros. Aunque el lugar era maloliente y sucio, y las moscas deambularan tranquilas por el mostrador, sin que nadie se molestara en ahuyentarlas, aquel anciano parecía sentirse a gusto allí.
Me acerqué y pedí una cerveza, mientras le echaba un vistazo a un amarillento periódico. En la primera página se veía la foto de un desfile militar, y al momento escuché murmurar a aquel desconocido.
¡Perdón! ¿Cómo dice? Le pregunté creyendo que se dirigía a mí.
Nada, hablaba solo, recordando mis tiempos de mili. ¡Aquello si que era mili y no la de ahora! Yo dejé por un momento el diario, y me dispuse a escucharle. ¡Si usted supiera! Insistió.
La curiosidad me pudo, y le insistí para que hablara. El tema me interesaba.
Yo serví en el año 51, en Artillería de Ceuta. Casi dos años, y sin venir ni una sola vez de permiso. ¡Del tirón! Pero si le digo la verdad, no puedo quejarme, porque me hice amigo del ranchero y nunca me faltó un plato de comida, y el furriel que también era de mi quinta, me tenía borrado del cuadrante de guardias. Todos me llamaban el Sevi, por aquello de sevillano. Un día el capitán me llamó a su despacho, y me dijo que había observado que era el mejor de la batería desfilando, y que si quería ser su asistente, ¡bueno su machaca!, yo le dije que si, y a partir de ese momento ¡que mili me tiré! Me rebajó de todos los servicios, y estando una vez a solas me dijo: Sebastián, cuando no haya nadie delante tutéame, ¡total si somos compañeros! Y ya sabes que se acerca tu licenciamiento, pronto cogerás la blanca, pero si por mi fuera me reengancharía, y con lo listo que eres en tres meses te hago sargento. ¡Piénsatelo!
Desde ese momento le llamaba capi ¡como había buen rollo!
Me contó con todo detalle que los cañones eran del 105/26, como eran los dormitorios y la cantina, el nombre de algunos compañeros, y me aseguró que era el ojito derecho de los oficiales. Me comentó que había un sargento, un tal Contreras, que le tenía manía, porque era el enchufado, y comía y vivía mejor que él. Aseguraba que un día el suboficial le echó una buena bronca, y Sebastián se lo dijo a su capitán, ¡pues bien!, al momento el sargento pasó arrestado. ¡No sabía con quien se la jugaba!. ¡Qué buena mili la mía!
Bueno que digo yo que con la garganta seca no se puede hablar.
¡Ah sí ! llamé al camarero y le dije: póngale a este señor lo que quiera tomarse. El mozo del bar me miró sonriendo, y moviendo extrañamente la cabeza. ¿Qué vas a tomar Sebastián? Un tinto pero del bueno, de ese que guardas para las grandes ocasiones, y hasta arriba. Y unas aceitunitas sin hueso, que no tengo yo la dentadura para romperme los pocos dientes que me quedan.
Y apúntaselo a este buen hombre, que quiere invitarme. El camarero se quitó la tiza de la oreja, y apartando las moscas del mostrador, anotó la consumición.
Siga abuelo, le apresuré en tono cariñoso y amable, intentando saber más sobre aquella mili.
Bueno, luego me eché una medio novia, ¡como le iba la marcha a la gachona!, se presentaba en el cuartel cada tarde a por mí. Una morenaza de dar y tomar.
Ya le digo, si le hubiese hecho caso al capitán, seguramente habría llegado a comandante por lo menos. Pero en aquellos tiempos uno es joven y solo piensa en divertirse y en volver al pueblo.
Cuando me vine, el capitán me abrazó con lágrimas en los ojos, y me dijo: Sebastián, aquí no tienes a un capitán, sino a un amigo de verdad. Cuando vengas por Ceuta, pásate por mi casa que es la tuya también.
¡Qué más quiere que le cuente amigo! Esa fue mi mili. ¡Qué tiempos!
Yo que había escuchado muchas historias parecidas, me encantaba oír la voz de los mayores, sus experiencias, sus vivencias, sus aventuras cuarteleras.
Como tenía prisa, le di la mano y le dije Sebastián encantado de conocerle, se ve que hubiese usted sido un buen militar y un gran artillero. Si no le importa antes de marcharse, dígale a Manolo que me ponga otro tinto, es que de tanto hablar se me ha vuelto a secar la lengua.
Llene aquí, y dígame que le debo. Pagué y me fui.
A los pocos días volví, y pregunté en el local por él. El camarero sonriendo me dijo que solo iba por allí cuando veía algún forastero, y siempre acompañado por su viejo e inseparable periódico amarillento de la foto del desfile. Me dijo que no le echara cuentas, que el tal Sebastián, se había librado de la mili por problemas psiquiátricos. Que ¡cómo iba a ir a Ceuta si en su vida había salido del pueblo, ni tuvo capitán, ni amigos rancheros y furrieles, ni había existido el sargento Contreras, y que ni mucho menos hubo una morenaza que le fuera a esperar al cuartel. Que todo cuanto decía, es lo que a lo largo de su vida, había ido escuchando a los que volvían del Servicio Militar, y que Sebastián simplemente era ¡el tonto del pueblo! Y yo me dije ¡vaya con el tonto! ¡Pues anda que si doy con el listo!
Subteniente de Artillería
Antonio Lozano Herrera